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Despidan a Pinocho, el suicida

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La reunión estaba bastante caliente. Gerentes, directores, un presidente, un par de ejecutivos y el creativo de la marca compartían ideas y matices sobre el gran lanzamiento que se avecinaba. Habían pasado varios meses de trabajo intenso, ininterrumpido y aún así contrarreloj. Era la época en la que el país se abrió a que otros operadores, además del estatal, comenzaran a ofrecer llamadas de larga distancia, y se avecinaba una competencia reñida, en la que habíamos elegido el perfil del principal retador. Todos preguntaban a la agencia de publicidad por el costo de la campaña, por la duración del spot, por lo novedoso de los souvenirs; todo aquello estaba listo o en proceso. Faltaba poco, sólo días.

De repente, a alguien se le ocurrió preguntar, casi anacrónicamente, por la calidad del servicio. Después de tanto tiempo elaborando estrategias, escribiendo guiones, armando artes, revisando precisión de los colores, haciendo correcciones y demás, era algo que nadie se había cuestionado, porque lo dábamos por descontado. Entonces hizo su aparición el encargado (No me pregunten su cargo. Era algo así como «general operations head-core-chief of something») y echó el balde de agua fría. «No está funcionando óptimamente», dijo, «pero con el pasarde los días se va a regularizar». Varios en la sala nos miramos con sorpresa. Ninguno de los que nos miramos era parte de la compañía.

«Es decir», preguntó tímidamente un miembro de la agencia, «¿no va a estar funcionando ese día?». El «encargado» nos miró y respondió muy seriamente: «No. Así que ustedes tienen que estar todos esos días haciendo un tremendo trabajo de imagen, para mantener expectante a la gente». Las miradas cambiaron a un tono de incredulidad.

No lo podíamos creer: íbamos a anunciar un servicio que, por lo menos, no cumplía con las características quenos habían encargado enunciar. Para ese momento, era muy difícil o directamente imposible corregir guiones que estaban ya producidos o reducir la ambición de las promesas que ya estaban en imprenta. En aquel momento nos dimos cuenta que la campaña podía estar resultar un desastre, y como agencia de publicidad, nos teníamos que ir probando el traje de culpables.

Parece bizantino dar un consejo de esta sencillez, pero es algo que los anunciantes olvidan a menudo: una sobrepromesa es el mejor intento de suicidio para la marca. Pero no sólo eso, esperar que el trabajo de imagensupla otras deficiencias nucleares de la empresa, es como pedirle a la piel que por favor reemplace un momento a los huesos. Importante como es el trabajo de construcción de la marca en el plano comunicacional, no puede relevar las falencias que la empresa pueda tener en otras áreas, mucho menos hacer el trabajo de éstas. Por lo mismo, la construcción de una gran marca comienza mucho antes de llamar a la agencia, con la construcción de un gran empeño que uno quiera sostener de forma congruente.

Si me permite algo más: antes de escribir los cargos de la empresa en un inglés rimbombante con olor a ejecutivo extranjero, póngase en los zapatos de su cliente y piense si va a entender realmente qué labor se realiza en ese puesto. Si se pone a reír de lo incomprensible que quedó el nombre, piénselo dos veces.

¡Era de mentiritas!

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Las impresoras son enviadas del infierno para hacer nuestra vida miserable. ¿Lo sabemos, verdad? Todos hemos querido imprimir ese archivo de 20 páginas a medianoche, cuando la tinta se acaba en la página dos o el cabezal comienza a hacer ruidos que parecen llamados al celo de los robots. Por eso, cuando vi ese anuncio en los clasificados, mis ojos se abrieron como faros: la recarga de tinta para mi impresora, a MITAD del precio normal. Allí me fui. Pero qué sorpresa el llegar a la tienda, cuando el dependiente me dijo «ese precio lo pusimos sólo para la publicidad».

¿Sólo para la publicidad? ¿Es una broma? Es decir, esta persona daba por sentado que la publicidad debía cumplir como llamado, pero no como testimonio de veracidad. Bah, de acuerdo, era el dependiente de un oscuro local de importación de electrónicos, qué más da.

Pero, ¿qué tal esa telefónica que últimamente prometía regalar «una tablet», usando la foto de un iPad en su aviso? ¿Habrá regalado el iPad 2 o el iPad 3? ¿Se habrá escudado en la promesa verbal para regalar una tableta de chocolate solamente? Más directamente, el ganador de tal promoción, ¿habrá quedado contento? ¿Y qué tal los que prometen regalar –sí, re-ga-lar – cruceros al Caribe, sin avisarte que el pasaje hasta Miami para tomar el barco se lo tiene que comprar uno, trámite de visa americana no incluido?

Hace poco, una marca de bebidas prometía regalar un «grandioso y fantástico» iPod Shuffle (el iPod Shuffle es un poco más pequeño que un dedo pulgar). Oh, y algo que usted va ubicar inmediatamente: la promesa con asterisco al final*. Esa que les sirve a las marcas para decir «mira, es así, pero no es tan así, ¿sabes?» un poco como este dependiente que al final se quedó sin venderme nada. Y parto de aquí: no le compré nada a esa persona que me estaba mintiendo, y ese es el fondo del asunto.

Si vemos a las marcas como a personas, habrá muchas en las que no creamos, y unas pocas que, a pulso, se hayan ganado nuestra confianza. Estamos hablando de algo que no entregamos todos los días, de un valor con el que somos altamente selectivos, y sabemos que somos desconfiados por naturaleza.

«La verdad, ese bien tan preciado». La frase es justa, dicen que la verdad siempre ha tenido un precio. Y al ser algo de una consideración tan subjetiva, ese precio es siempre variable e indefinido. Muchos dicen que hay profesiones peleadas con la verdad. ¿Recuerdan a Jim Carrey en «Mentiroso, mentiroso»? La comedia caricaturizaba a un exitoso (y tramposo) abogado que, debido a un designio sobrenatural, durante 24 horas no podía mentir, lo cual casi hace que pierda su empleo y a su familia. El protagonista descubría eventualmente el valor de la verdad, al darse cuenta de cómo rompía el corazón de su hijo cada vez que le mentía.

Quédese usted con esa lección: no se le ocurra mentir a nombre de su marca. Imagínese lo difícil que es, para una persona, ganar la confianza de otra. Si es que esta se pierde, imagine lo terriblemente difícil que es recuperarla. Y piense que su marca no puede pedirle a cada consumidor tomarse un café para dar explicaciones. Hoy en día, cuando usted está de ida, el consumidor ha vuelto dos veces: si su marca de chocolate está depredando el bosque, él se enteró en Facebook. Si su marca deportiva explota niños, el twitter se lo avisó. Así que acérquese y háblele, pero no se le ocurra mentirle. Y cumpla su promesa, no vaya a ser que le rompa el corazón.

*: Sí, asteriscos como este. Si cree que lo del corazón es una exageración, espere la siguiente publicación de esta columna.